El autor se confiesa: Miguel Ángel Hernández

Miguel Ángel Hernández ha publicado recientemente El dolor de los demás (Anagrama, 2018). Con motivo de este libro, el autor se confiesa en el blog de El Ciervo y nos cuenta el proceso de esta novela conmovedora, que a su vez indaga en su propia escritura. Volver a los recuerdos del pasado siempre tiene sus consecuencias y nadie sale indemne de ello.

El dolor de los demás por Miguel Ángel Hernández

El dolor de los demás es una novela que reflexiona sobre su propia creación, de modo que mucho de lo que puedo decir acerca de su proceso de construcción está ya contado en sus páginas. Inicié la escritura en serio en julio de 2016, justo después de regresar de un curso académico en Estados Unidos. Ése fue el momento en que me senté frente al ordenador y me encerré en mi despacho durante varios, hasta terminar una primera versión muy preliminar en abril de 2017. Sin embargo, el libro comenzó a gestarse dos años y medio antes, mientras seguía enfrascado en mi segunda novela, El instante de peligro. En octubre de 2014, tras una conversación con Sergio del Molino, empecé a pensar seriamente en la posibilidad de escribir acerca de una historia que hacia casi veinte años que había estado posponiendo –el crimen que mi mejor amigo cometió una nochebuena–. Sentí que había llegado el momento. En primer lugar, porque, como sujeto, ya tenía la distancia suficiente para plantar cara a un trauma que no había sabido cómo afrontar en su momento. Y, luego, como escritor, porque sentía que, con la experiencia de mis libros anteriores había adquirido unas armas narrativas que me permitían afrontar ese proyecto. Ambas cosas fueron de la mano.

Aunque planifiqué muchísimo, la novela se fue construyendo sobre la marcha. Se trata de una novela en proceso y, como tal, está llena de dudas e incertidumbres; las mismas que yo tenía mientras la escribía. Al principio, antes de comenzar, pensé encaminarme hacia un true crime, una especie de A sangre fría. Tracé en mi cabeza la posibilidad, pero rápidamente me di cuenta de que eso era algo que ni sabía ni quería hacer. Casi sin darme cuenta, la novela acabó convirtiéndose en una especie de autobiografía y en una reflexión sobre la propia posibilidad de escribir aquello que quería escribir. No fue algo premeditado. Los momentos de reflexión y reencuentro con mi pasado fueron poco a poco ganando espacio y reclamando su presencia. Y lo mismo sucedió con las dudas y los fracasos, que los sentí como parte esencial de lo que yo quería contar. Por eso decidí mostrar muchos de ellos. Pero, claro, no los expuse todos. Hay muchas decisiones que se toman incluso más allá de esa luz que uno pone sobre el proceso.

Por ejemplo, la primera opción en mi cabeza era escribir la novela a tres voces: la voz del presente, que recrearía la investigación; la voz del pasado, que relataría la noche larga en la que sucedió todo; y, por último, una voz distinta, cinematográfica, que mostraría, como flases, los recuerdos de mi vida con mi amigo Nicolás, desde la infancia hasta la tarde antes de la noche en que asesinó a su hermana. Realicé algunos bocetos para ver cómo funcionaba. Teóricamente estaba bien argumentado. Pero en la práctica resultaba demasiado enrevesado y artificial. Algo no funcionaba. Sobre todo, porque esos recuerdos, que yo había escrito por separado, perdían fuerza si no estaban engarzados en la trama. Por eso decidí eliminar esa voz e integrar muchos de los recuerdos en la voz del pasado que narraba la larga noche en que sucedió todo. Y algunos otros, en la parte del presente, en el regreso del protagonista a los escenarios de su infancia. Curiosamente, se integraron sin demasiado problema. Y algo parecido ocurrió con las dos voces que al final decidí dejar. Las escribí por separado y, después, como un puzle, fui juntando las piezas, ajustando y sincronizando hasta hacerlas funcionar con aparente linealidad. Salvo algún momento que tuve que trabajar más en los ajustes, las dos voces caminaban prácticamente a la vez y, sin haberlo premeditado, en ocasiones establecían una especie de diálogo en segundo plano, como si ése fuera el modo natural de contar las cosas.

No ha sido una novela fácil de escribir. Es, sin duda, el libro sobre el que más veces he vuelto y el que más he corregido. No recuerdo el número de borradores, pero seguro que más de diez –aparte, claro, de las correcciones infinitas hasta el día en que entró en imprenta–. En las sucesivas versiones fui progresivamente puliendo el estilo, intentando dejar el lenguaje en lo esencial, pero también eliminando algunos capítulos y pasajes que no acababan de funcionar y sustituyéndolos por otros que enfatizaban la vida en la huerta. En especial, tuve que sacrificar una historia personal que aparecía en los primeros borradores y que, por varias razones, despistaba de la trama principal. Algunos lectores, entre ellos mis agentes, me dijeron que era anecdótica y que, en sí misma, podía constituir otra novela. Me costó trabajo eliminarla, porque para mí era esencial, pero es cierto que convertía la novela en otra cosa. A veces hay historias, personajes, capítulos, párrafos, frases… que, aunque sean buenos y potentes –incluso mejores que los que dejas– tienes que sacrificar por un bien mayor. Esta es una de las cosas que se aprenden con la experiencia: que escribir es sobre todo borrar, cortar, descartar… Y también que ese sacrificio es siempre privado. Porque el lector nunca sabe lo que has eliminado. Se encuentra con unas páginas publicadas y es eso lo que lee. Las otras novelas posibles sólo están en la mente del escritor.

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