Historia de cruces

La silueta de un hombre que portaba una cartera de mano surgió de la tibia luz del mediodía de diciembre. Venía hacia mí, decidido y decidida. El hombre y ella, la sombra. Me detuve. Metía paquetes de cartas en mi carro, atolondrado, acuciado por las leyes electorales, por los malditos plazos.

Iba con un considerable retraso. No hacía ni una hora que me habían comunicado que me habían premiado por primera vez un relato. No hacía ni dos minutos que me abrazaba con uno de los protagonistas celebrándolo. Estaba más en las nubes que en la contrarreloj de llenar los buzones de falsas promesas políticas cuando escuché la voz melosa de aquel hombre, que ya no era también sombra, mientras me ofrecía un folleto.

“Buenos días, señor. Dios te quiere”, dijo mientras prosiguió calle abajo al tiempo que yo leía Iglesia Pentecostal en el tríptico. Sin poder contestarle, pensé: “Y yo a él”, al menos por cruzarme con historias como ésta.

Este texto fue leído durante la

ceremonia de entrega del 40 Premio Enrique Ferrán, en Barcelona en el Col·legi de Periodistes de Catalunya. Antonio Salido obtuvo el galardón por su texto El milagro de toubab. La 40ª edición de este premio se convocó con el tema de La desigualdad

y contó con la participación de 175 artículos de 17 países. Antonio Salido es licenciado en Comunicación Audiovisual y reside en Centelles (Barcelona).

El jurado del Premio ha considerado al emitir su fallo la forma original y lúcida de ilustrar la desigualdad que plantea el relato premiado, que describe la carencia de medicamentos y de lo más elemental en una pequeña localidad de Senegal.

Aquí la intervención completa de Antonio Salido desde el atril:

Bona tarda, buenas tardes.

Gracias a todos por vuestra compañía, y gracias a la Revista

El Ciervo como organizadora del acto y del concurso.

Presentarme al mismo me ha ayudado mucho a reflexionar y a ser consciente del serio problema que supone la desigualdad, un asunto tan capital (entrecomillo esto último por paradójico) y sensible en nuestras sociedades y, sobre todo, en los tiempos que corren. La convocatoria, sin duda, abre, como mínimo, el diálogo y las conciencias a todos los participantes, a los cuales también deseo felicitar por su contribución, y también a todos aquellos lectores que se acerquen a este número de El Ciervo.

Y como no, si de agradecimientos se trata, a quien quiero agradecer su trabajo es a los miembros del jurado. No ya tanto por mí, que también, sino por el reconocimiento que le han concedido al relato que presenté,

El Milagro del toubab, a esta cuadragésima edición del premio Enrique Ferrán. A título personal, por su relevancia y porque se trata de mi primer premio, tiene una gran importancia. Pero  estoy mucho más satisfecho por la propia historia, basada en hechos reales, y por todo lo que representa para los que la protagonizaron.

Estoy convencido que sin la fuerza de esta historia quizá hoy no estaría yo aquí. Entre el público se encuentran dos de los protagonistas del relato.

Alpha y Dani, gracias.

Vivisteis juntos los hechos. Un buen día, muchos años después, me contasteis lo que sucedió, y yo, simplemente, me apropié la historia, la escribí en un microrelato y la dejé en algún archivo Word como si fuera tomate en un bote de conserva, como los que hace mi suegra.

También creo que la obtención del premio no es una casualidad arbitraria. Pasó el tiempo, bastante tiempo, y una tarde Dani vino a visitarnos a casa y, como el que no quiere la cosa, me propuso que me presentara a un concurso sobre la desigualdad al que él también tenía intención de presentarse. En ese momento no tenía más detalles. La conversación se quedó ahí, en el compromiso de enviarme un correo con el enlace de las bases.

Obviamente, Dani me pasó la información esa misma semana y yo puse mi disco duro a dar vueltas: ¿desigualdad? , runrún, ¿desigualdad?, runrún…

Así varios días. Reconozco que me cuesta eso de forzar la maquinaria a la hora de escribir. Suelo guiarme más por intuiciones propias. Lo de los encargos, lo de ceñirme a una obligación, me cuesta mucho más que aquello que un buen día me asalta y me arrastra sin remedio a escribir.

Y por eso seguí dándole vueltas al asunto. Repasé libretas y di con el microrelato, el del bote de conserva. Ya tenía lo que necesitaba para hacerle caso a Dani. Ya tenía la certeza de que aquella historia era pura desigualdad. Que tenía una fuerza gráfica rotunda. El resto consistía en ejercer mi vocación, que es la de contar, la de compartir, y luego ejercer mi profesión, la de mensajero.

Como todo concurso al que uno se presenta, enviar el archivo es como lanzar una botella al mar con un mensaje en su interior. La tiras y te olvidas. Mejor no hacerse muchas ilusiones. Uno ya ha cumplido su misión.

Hablaba antes de la casualidad, del azar, que tanto me intriga, y puede que nadie me crea ahora pero, a primera hora de la misma mañana que Jaume Boix me llamó para comunicarme que el relato había sido premiado, me acordé del concurso, del fallo del concurso. Y me hice a la idea, una vez más, que la botella debía seguir dando tumbos por el mar y que así seguiría por los siglos de los siglos.

Estaba trabajando, repartiendo cartas, cuando me sonó el móvil. No suelo descolgar el teléfono a números desconocidos cuando estoy de servicio. Estuve a punto de pasar de la llamada, por miedo a que fuera un comercial de Gas Natural o de Jazztel, otra vez.

Cuando acabó la conversación con Jaume, me sentí un personaje de Paul Auster. Él, tan amante de los caprichos azarosos, podría haber escrito aquel segundo de indecisión. Aquel NO que se transformó en un SI contradiciendo mis principios.

A una de las primeras personas a las que llamé, a parte de mis padres, fue a Dani. Acto seguido, pensé en Alpha. Esas casualidades

austerianas

quisieron que me encontrara en la calle paralela a la suya, y que, para más inri, él se encontrara en casa por la mañana porque hacía pocas semanas que había cambiado el turno de trabajo.

Allá que me fui, subí a su casa, y, como si le estuviera contando que me había tocado el Gordo de Navidad, nos abrazamos con fuerza. Estábamos celebrando la noticia, pero, sobre todo, y lo que era más importante, cerrando un acuerdo.

El premio había que compartirlo. Era, es, lo justo. La historia era suya. Él, Dani y yo hemos sido utilizados por ella. Y, en parte, el jurado del premio Enrique Ferrán.

Una de las lecciones más edificantes que Alpha me ha enseñado desde que lo conozco es el sentido de responsabilidad para con los suyos, sus firmes valores solidarios. Con su familia, la directa, esposa e hijos; con la no tan directa, sus tíos, sus sobrinos; e, incluso, con los que no comparte sangre pero sí orígenes, comunidad: sus vecinos de Caparán.

Por todos ellos trabaja en Occidente. A sus familiares, les envía dinero, y a la gente de su pueblo cada equis tiempo les lleva juguetes o un tractor, lo que consigue gracias a un convenio de colaboración entre el Ajuntament de Centelles y el de Caparán.

Lo último en lo que está enfrascado, y en lo que unos cuantos amigos le ayudamos cómo y cuándo podemos con diferentes actividades, es en la búsqueda de una ambulancia. Sueña con conseguir un vehículo sanitario, que no tiene que ser, ni mucho menos, una unidad medicalizada de las más modernas. No, ni mucho menos. Bastaría que el motor funcionara y que tuviera una camilla en la que trasladar a cualquier vecino de Caparán, quizá a la anciana del relato, al hospital más cercano, a unos treinta kilómetros, sin necesidad de esperar que se produzca el milagro. Es decir: que justo entonces, cuando más urge el tiempo, un coche particular surja en la carretera predispuesto para tal emergencia.

Desde hoy, ese sueño está un poco más cerca. La desigualdad es un pelín menos grande.

Para finalizar, me vais a permitir cuatro cosas más. La primera: No quiero olvidarme de Eduard Banqueri. Gracias, Eduard. Creo que es más que merecido reconocer y agradecerte la dedicación y el trabajo organizando los actos con los que se recaudan fondos destinados a comprar la ambulancia para el pueblo de Alpha.

Vaya también mi reconocimiento para el Ajuntament de Centelles y para todos los que colaboran en estas actividades, entre ellos, también, cómo no, Dani Giménez.

La segunda: Dedicarle el premio a mi familia. A Pilar, mi mujer, y a mis hijos David, Martí y Rafa. Es más que posible que mis aficiones comunicativas les roben una gran parte del tiempo que debo dedicarles a ellos.

Tercera: brindarles también este reconocimiento a mis padres, Antonio y Carmen. Sin sus esfuerzos yo no podría estar disfrutando esta experiencia, la de este premio y la de contar historias, ese placer que me contagió mi padre cada mañana de sábado, de domingo, sentado en el borde de mi cama, despertándome con sus historias, sus travesuras infantiles, los relatos anónimos de la guerra o sus peripecias viajando como chófer de camión por todo el país.

Por eso quiero acabar con otro relato. También real, muy cortito y que está muy relacionado con esta conspiración de destinos de la que estoy hablando.

Me sucedió la misma mañana en la que me telefoneó Jaume Boix, una mañana en plena campaña electoral, de muchísimo trabajo para un cartero. Se titula Historia de cruces.

Antonio Salido, ganador del 40 Premio Enrique Ferrán

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