Contra populismo, democracia

La Fundación del Español Urgente (Fundéu), cuyo departamento de consultas lingüísticas on line

es muy utilizado por los periodistas, ha elegido populismo como la palabra del año 2016. El título de palabra del año, explican, se refiere a términos que han marcado la actualidad informativa y que tienen además algún interés lingüístico. En años pasados lo fueron refugiado, selfi y escrache.

Es verdad que de populismo se ha hablado y escrito últimamente a más no poder y también que a menudo no se sabe muy bien qué significa esa palabra. No lo sabe bien el receptor del mensaje y no sé si el emisor. El rey del populismo parece ser un republicano: Donald Trump. Populista se dice que es el Brexit, los referendums en general, los gobiernos nacionalistas húngaro y polaco, el medio sultán Erdogan, la ultraderecha francesa de Le Pen y sus amigos fascistas austriacos, alemanes, holandeses o belgas. Populista lo era Chávez y lo es Maduro como lo fueron, así lo dijimos toda la vida, el general Perón y su señora Evita. ¿El dictador Castro era populista? Los italianos del cómico Pepito Grillo son populistas, se asegura. Como lo son –¿queda alguno?– los padanos de la Lega Norte, el soberanismo secesionista catalán o el radicalismo indignado de Podemos.

Ya se ve que la palabra viene muy cargada. Su significado inicial, explican en Fundéu, era neutro y cercano al que tiene el adjetivo popular: un político populista era el que defendía los intereses del pueblo, de las clases populares, frente al de las élites o clases privilegiadas. Esto no lo hacen hoy ni los que se llaman populares ni los que llamamos populistas. Los sentidos cambian sobre todo cuando las palabras se desvirtúan con el uso indebido e impreciso. Y entonces sirven, las palabras, para engañar, disimular, esconder, enredar y no decir lo que en realidad se piensa.

Aunque un populista siempre fue alguien sospechoso de engañar al pueblo o de servirse de él más que de servirlo, en Fundéu constatan que en el último año se ha acentuado la connotación negativa de la expresión. La prueba es que nadie se autodefine o proclama populista, sino que son los demás los que le ponen la etiqueta casi siempre con la intención de denigrar. El término se aplica hoy a “políticos de todas las ideologías que tienen en común la apelación emotiva al ciudadano y la oferta de soluciones simples a problemas complejos”, define Fundéu. Es decir, los que venden duros a cuatro pesetas: embaucadores, charlatanes, demagogos y oportunistas.

Pero el caso es que la palabra se ha impuesto y eso se debe a que lo que ella designa parece una tendencia en alza. No es una buena noticia para la democracia, que con mucho menos énfasis y palabrería significa exactamente el gobierno del pueblo. Si ya tenemos un sistema de gobierno del pueblo, ¿a qué viene querer cambiarlo por otro que dice ofrecer lo mismo? Pues creo que esta es la respuesta: la democracia está decepcionando a gran parte de la población, concretamente a las clases medias, que son las más castigadas por la crisis, las que han visto perder beneficios del Estado del bienestar, poder adquisitivo, esperanzas de progresar y de legar un futuro confortable a sus hijos. La crisis financiera de 2008 lleva ocho años machacando duramente a las clases medias mientras permite a las élites seguir aumentando escandalosamente su riqueza. Es lógico que la gente pierda confianza en un sistema en el cual no se siente protegida, confortable y justamente tratada. Es lógico y peligroso: así lograron su aceptación, su auge y su posterior desastre el fascismo, el nazismo, el comunismo y todos los populismos que se presentan con soluciones mágicas que salen de la manga de líderes supuestamente omnipotentes.

La mejor manera de reconducir esta situación que hoy preocupa a demócratas y europeístas de buena fe es, me parece, corrigiendo el rumbo que ha llevado a los gestores de la crisis a embarrancar. Nuestro sistema debe ofrecer verdaderas garantías de estabilidad y bienestar, restablecer las conquistas de derechos sociales que se han venido recortando o eliminando y dar a los jóvenes esperanza de poder crecer en paz, libertad y con oportunidades de perseguir sus sueños y objetivos.

Si el estado del bienestar no vuelve a Europa crecerá el del malestar y ser europeo irá perdiendo interés y atractivo, los líderes salvapatrias sembrarán su venenosa cizaña en terreno abonado, volverá el nacionalismo proteccionista, se pondrán primero trabas, después se alzarán muros, más tarde irán guardias a vigilarlos. Sería muy triste que Europa se hundiera en este escollo, pero esto de ningún modo es descartable. Ojalá 2017 sea el año del cambio de rumbo y del esperado resurgir de Europa, probablemente la más bella idea de cooperación y convivencia que el mundo ha visto desde la mitad del siglo pasado.

Jaume Boix, director de El Ciervo

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