¿Dónde está Aliosha?

No son precisamente optimistas las noticias que nos llegan de Rusia. Cuando no son los energúmenos del Spartak de Moscú, es Putin pavoneándose de poseer unas armas estratégicas invulnerables, o Zhirinovski profiriendo groserías contra Ksenia Sobchak, la única mujer candidata a la presidencia.

La película

Sin amor, premio del jurado en Cannes 2017, de Zyavintsev, lleva este pesimismo sobre Rusia hasta los límites de la desesperación. Pues no puede haber esperanza allá donde los niños no son deseados o rodeados de cariño. Aliosha, el niño que huye de la frialdad y el desamor de sus padres, es el símbolo de todos esos niños desorientados, solitarios y amargados, que solo tienen ojos para lo virtual. El Aliosha de Zyavintsev es el reverso del Aliosha Karamazov de Dostoievski, emblema de una esperanza que se expresa en la cercanía al mundo de los niños. El origen de la bondad de Aliosha Karamazov hay que buscarlo en su madre Sofía Ivanovna que, aunque muerta cuando él tenía cuatro años, supo transmitirle su amor junto a sus lágrimas y la débil llama que alumbraba los iconos. Nada que ver con la madre del Aliosha desaparecido, que Zyavintsev nos presenta como una imagen arquetípica de la Madre Rusia de hoy, hija, a su vez, de una terrible y desalmada mater soviética. La imagen lo dice todo: una mujer de un narcisismo exasperado, directora de un salón de belleza, que habita en un mundo de diseño, corre sin desplazarse sobre una plataforma estática, en una fría mañana invernal. No hay amor, no hay alma, no hay bondad, no hay niños, solo la gélida belleza de una muerta que se mueve. Eso es Rusia. Los últimos rescoldos de amor solo parecen hallarse en el corazón de los voluntarios que se consagran a la búsqueda de niños desaparecidos. Aquellos que gritan, en el bosque oscuro,  el nombre de Aliosha,  a quien buscan, en realidad, es a Aliosha Karamazov.

Carlos Eymar, filósofo, profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado (UNED)

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