Historias tristes

En Burkina Faso había un niño que vivía en pequeño poblado. La gente de ese lugar era muy pobre, las casas estaban hechas con barro y ramas, la tierra era árida y mala para el conreo. Una carretera pasaba vecina al pueblo, por allí circulaban coches y camiones llenando de polvo el aire de ese lugar. En medio de la nada, lejos de todo crecía un niño sin ir a ninguna parte.

Al otro lado de la carretera había una línea eléctrica de alta tensión. Torres de metal se alzaban fuertes, los cables se dirigían de una a otra hasta perderse en el horizonte. Mientras tanto el niño crecía sin luz eléctrica.

Pasada la carretera y la línea de alta tensión había una planta potabilizadora de agua. Una central que ocupaba una vasta extensión para abastecer la capital. En el poblado no había agua, se tardaba dos horas en llegar al pozo más cercano. Para el niño el agua era un bien escaso y preciado.

Un día llegaron un grupo de cooperantes. Pasaron unas horas allí, visitaron el poblado y se hicieron fotos con el niño que más tarde compartirían con sus amigos. Se marcharían con la promesa de volver y traerles esos servicios.

En Camboya había una niña a la que le gustaba jugar con su otra hermana, perseguían a las gallinas que tenían en el patio. Su padre trabajaba en una fábrica de ropa lejos de casa, ellas vivían con su madre y su abuela que se dedicaban al cultivo de arroz.

La niña se pasaba la mayor parte del tiempo en casa o en el campo, dos tardes a la semana iban a la escuela, su familia no podía pagar más. No le gustaba trabajar la tierra, se hacía heridas en las manos y en los pies, era cansado aunque también podría jugar con su hermana pequeña.

Para ir a la escuela tenía que cruzar la carretera. Cada día se cerraban los carriles durante unos minutos en diferentes momentos para que la gente pudiera ir de lado a lado sin ningún peligro. Estos momentos condicionaban la vida del pueblo ya de por sí monótona y relajada.

Un día la niña vio que su hermana empezaba a convulsionar. Chilló. La madre y la abuela no tardaron en aparecer. La madre cogió a su hija en brazos y corrió a la carretera. Vi la escena desde un autocar lleno de turistas, avisé al conductor, pero no quiso parar, tampoco se detuvo pese a las protestas de los demás ocupantes. La señora seguía corriendo por la carretera con su hija en brazos hasta que desapareció de mi vista.

Tengo la suerte de poder viajar, intento dar un cierre entendible a estas dos historias que viví en el algún momento de su relato. Cuesta decir lo que siento, cuesta explicarlo de un modo comprensible. Vemos las vidas de los nadie desde carreteras, pasando de largo miles de vidas cada vez que viajamos. Las vivimos de lejos, y Europa se encarga de que sigan lejos. De nosotros depende cambiar este mundo, aunque nos cueste perder buena parte de nuestro buen vivir.

Andreu Llabina, historiador

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